viernes, 7 de enero de 2011

LLUVIA


Llovía. Se oía un leve palpitar de pequeñas gotas sobre los adoquines. Mientras tanto, la frescura del cielo resbalaba por mis mejillas.

⎯ Me encanta la lluvia ⎯ pensé al tiempo que observaba al móvil bosque de paraguas que bullía a mi alrededor.

Estaba empapada de pies a cabeza, pero eso no me importaba. Aquella sensación era incomparable. Nunca comprendí por qué la gente huye de la lluvia.

⎯ Le tienen miedo ⎯ me decía mentalmente.

Miré mi reloj.

⎯ ¡Vaya! ⎯ exclamé en voz alta.

Había perdido la noción del tiempo. Seguramente Shamir estaría esperándome desde hace un rato. Corrí hacia casa, sin reparar en los charcos que rompía bajo mis pies. Allí estaba él, en el portal, con una sonrisa tatuada en la cara y chorreando, como yo.

⎯ Creí que ya no vendrías… Además como estaba lloviendo pensé que quizás preferirías dejarlo para otro día… ⎯ masculló tímidamente.

Di una carcajada y me quedé sonriéndole a los ojos.

⎯ Subamos antes de que se nos escape el atardecer. ⎯ dijo evitando mi mirada.

Le agarré de la mano, entramos en el edificio y, adelantándome a que su dedo pulsara el botón de ascensor, corrí escaleras arriba, diez plantas.

Cuando llegamos al ático sentí como el corazón quería escapárseme por la boca. Shamir tenía cara de querer ajusticiarme, pero simplemente me abrazó.

Las vistas eran fascinantes. El ocaso teñía de colores la gris ciudad. Tal vez por eso me gusten tanto los atardeceres.

Finalmente, el sol se marchó y, con él, Shamir.

⎯ Princesa, se hace tarde, tengo que irme… ⎯ susurró tristemente.

Me acogió en sus brazos unos segundos y se fue sin mirar atrás. Entonces lo comprendí. Se iba para siempre.

Pasaron días, y yo seguía allí, mirando nacer y morir el sol una y otra vez.

Por fin, una tarde de viernes me decidí a salir. Las aceras estaban repletas de gente caminando en sentido contrario al que marcaban mis pies. Me sentía sola, rodeada en multitud. El cielo rompió a llorar, como si se entristeciera por mí y yo, sin más, sonreí de nuevo. Shamir estaba en la lluvia que caía en mi piel. Allí me quedé, calándome hasta los huesos con su recuerdo.